SE ENAMORÓ DE LA GALLEGA.

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SE ENAMORÓ DE LA GALLEGA. 

 Pancho Funes, puestero de estancia en la zona de San Andrés de Giles, vivía con su mujer, Lucía, y sus cinco hijos. Cuatro varones y una mujer. Cuando fue al registro civil a inscribir al menor de éstos quería llamarlo José Alberto; el encargado  le sugirió Gilberto argumentando que Alberto era muy común. Pancho estuvo de acuerdo y finalmente lo nombraron José Gilberto. 

 Pasado el tiempo los hijos del puestero terminaron la escuela primaria. Los varones  se dedicaron a las tareas agropecuarias, mientras que la chica siguió un tiempo en el secundario de la ciudad. 

 Como sucede en la mayoría de los hogares, el más chico era mimado por la madre; y, además, no estaba muy entusiasmado con las tareas de campo. Motivo por el cual al cumplir los 20 años decidió irse a Buenos Aires a probar suerte. 

 Primeramente, realizaba trabajos ocasionales y vivía en una pensión de mala muerte por la zona de Once. Cada quince días iba a la casa de los padres. 

– ¡Estás flaco hijo!- decía doña Lucía – 

 Lo cierto es que, mimado o no, se convirtió en un hombre robusto y empezó a encontrarle el gusto a la ciudad de la furia; viviendo la noche y los bares de amigos ocasionales. Comparaba la vida en la ciudad con la del campo y prefería la libertad que le brindaba la urbe ante que la responsabilidad diaria de las tareas campestres. 

 Con el transcurso del tiempo consiguió trabajo en una empresa de encomiendas. Allí los colegas lo apodaron “el Gordo Gilberto” o “Búfalo”, como el jugador de fútbol. Por su contextura física se ocupaba de cargar los bultos más pesados. 

Contar con trabajo, y por consiguiente con dinero, le permitió darse algunos lujos. El primero fue Alquilar un departamento de dos ambientes en la Avenida Boyacá del Barrio de Flores. Disfrutaba los ratos de ocio tomando cerveza u otros tragos con amigos del trabajo o los que encontraba en los lugares que frecuentaba. Se hizo hincha de Nueva Chicago y concurría los sábados a la cancha en Mataderos. Seguía de largo hasta la madrugada del domingo. 

 El Gordo Gilberto no era de hacerse muchos problemas, pensaba que la vida era simple; y a cada uno, le tocaba lo que le tenía que tocar. Cumplía en su trabajo, pero no proyectaba cambios importantes. Tuvo parejas ocasionales con quienes convivía cierto tiempo, hasta que la relación terminaba. Él no se culpaba del fracaso y le atribuía el desenlace al destino. Una de ellas se llamaba Alejandra pero él le decía “Polola” porque en la empresa tenía un compañero chileno que  denominaba así a su pareja. Alejandra se molestaba mucho porque Gilberto llegaba en cualquier horario y en muchas ocasiones alcoholizado. La relación se rompió y el como excusa decía que ella no lo comprendía y lo quería poco. 

 Después le llegó el turno a Griselda y sucedió algo parecido. En tono cariñoso le llamaba “Cocha”, pero seguía con la misma rutina; salida y alcohol. La Cocha se mandó a cambiar y nuestro personaje terminó comentando  en el bar “que no tenía suerte para el amor”. 

 Y así, en un abrir y cerrar de ojos, Funes estaba llegando a los 40 años y seguía viviendo solo. Cuando le preguntaban si estaba saliendo con alguien, expresaba con ligereza 

– ¡Se va a dar, cuando tenga que darse! 

Las visitas a  San Andrés de Giles se hacían cada vez más espaciadas; no obstante  la madre siempre decía que lo veía flaco. 

– ¡No vieja, si en el laburo me dicen “el Gordo Funes!– refutaba 

La vida del Gordo Funes era rutinaria y consistía entre el trabajo, las escapadas a los bares y los viajes a San Andrés de Giles. 

Cierto día, arriesgó dos lucas en una redoblona cabeza y diez, de la quiniela, y ganó como un millón. El gordo no sabía qué hacer con la guita; pensó en comprarse un auto chico usado o alguna otra cosa. El que le puso en órbita fue su amigo, el “Chirola Mendoza”: 

– ¡Gilberto con esa guita ándate de viaje, si vos nunca te fuiste a ningún lado!–dijo 

– ¿Para qué quieres un auto si cerca de tu casa tienes la Estación Carabobo del subte, pasa el bondi 113 o 132, y el ramal Once a Moreno del tren Sarmiento?—continuó el Chirola Mendoza 

 – ¡Disfruta esa plata en un viaje al exterior!—tiró al final 

¿Adónde quieres que vaya si nunca me subí a un avión? – contestó Funes 

Chirola le sugirió viajar a México y alquilar un auto para ir a la playa de Acapulco. 

_ ¡Sos loco. Si no conozco nada, cómo quieres que llegue a la playa! -expresó. 

El amigo le ayudó a comprarse los pasajes y le instaló el GPS en el celular; y, José Gilberto, se embarcó rumbo a la aventura. 

 Ya en la tierra azteca, José Gilberto se apunó un tanto con la altura, pero se acomodó enseguida. Le pidió, al que le alquiló el auto, le indicara cómo funcionaba la aplicación. 

La gallega amablemente le indicaba la dirección del viaje desde el Distrito Federal hasta el Hotel donde se iba a alojar en la ciudad turística. 

– ¡A 300 metros en la rotonda, toma la segunda salida! 

– ¡Seguí derecho por la ruta durante 25 minutos! 

– ¡Próximamente control de velocidad! 

 En un cruce de caminos la voz en off le dice: 

– ¡Mantente por el carril derecho! 

Él se distrajo y  quedó en el carril izquierdo y tomó un camino equivocado. Sin ningún reproche la voz le dice: 

– ¡En 200 metros gira a la derecha! 

Funes le pregunta: 

¿Majo como sabes todo eso? Permaneció en silencio como esperando una respuesta que no llegó. 

“Una mujer como ésta es lo que necesito, cómo no me voy a enamorar de alguien que no me reprocha” pensaba.  

 Unos kilómetros adelante, se detuvo a cargar combustible. Luego prosiguió camino y arribó sin inconvenientes al hotel ubicado en la Avenida Costera Miguel Alemán. 

– ¡A 50 metros está tu destino–  dijo la gallega 

 En un tono de confianza Gilberto le contesta: 

– ¡Majo sos divina, gracias a vos estoy aquí! 

Inconscientemente esperaba una respuesta. 

 En su estancia recorrió las playas La Caleta, La Caletilla, Manzanillo y la exclusiva playa de La Condesa. Estando en ésta última, se instaló debajo de un cobertor de paja. Se acerca un mozo preguntándole qué iba a tomar: 

– ¡Tráeme una lata de cerveza!–dijo 

 Cuando se bajó la latita, regresó el mozo y le interrogó: 

¿Qué más le sirvo, señor? 

 – ¡Para un poco. Déjame apreciar el mar! 

– ¡Si no va a consumir no puede quedarse debajo de la sombrilla! 

¿Cómo no puedo quedarme si allí hay un cartel que dice que la playa es pública y puede ser utilizada por cualquier persona? 

– ¡La playa sí, pero las sombrillas son del restaurant! – responde el mozo. 

 Al día siguiente se fue a Taxco, a Morelos y a ver los Clavadistas de la Quebrada, por recomendación del personal de hotel. Se impresionó con el espectáculo en el que los hombres, luego de encomendarse a la Virgen de la Quebrada, se arrojaban desde 36 metros al mar e ingresaban en él cuando la marea alta llegaba. Brutal. Disfrutó a pleno de las vacaciones. En el regreso escuchaba música, en la radio del auto, y pensaba que la gallega venía viajando con él. 

 Al llegar a Buenos Aires se encuentra con Chirola y le agradece todo lo que hizo por él, quería repetir la experiencia en otro lugar. Comprendió también que en los fracasos amorosos él también tenía parte de culpa por la forma en que vivía. 

 Se alejo de “las noches de ronda” y fue en busca del amor. 

 Ramón Claudio Chávez. 

www.ideasdelnorte.com.ar 

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5 respuestas

  1. Muy interesante la historia amigo, me iaginaba a principio que la “Gallega” serua una de las tanta que tubo el tipo, muy bueno el decenlace. Abrazos.

  2. Genial Doc. Estoy seguro que se va buscar una gallega, pero de carne y hueso, que lo mantenga por la buena senda. Algunos son bendecidos con mujeres que son verdaderos GPS para la vida, no todos se dan cuenta…

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