Esta imagen es meramente ilustrativa. Puede estar sujeta a derecho de autor.
Esta imagen del triciclo de carga es meramente ilustrativa.
CUATRO FORAJIDOS DEL OESTE.
En Los tiempos de rebeldía juvenil, entre cuatro amigos decidimos armar un grupo de choque para definirlo de alguna manera.
Los cuatro vivíamos en el barrio de suboficiales del Regimiento 121 de Infantería, ubicado en la ciudad de La Paz, en el norte de Entre Ríos. Mis amigos vivían con sus padres, y yo con mi tía Albertina, que estaba casada con “el loco Battello”.
Más que un grupo de choque, lo nuestro era un grupo de amigos dispuestos a hacer algunas macanas, presumo para llamar la atención. Le pusimos de nombre “Cuatro Forajidos del Oeste”, pero solo nosotros lo conocíamos porque el recorrido de la banda iba a operar en la clandestinidad.
La idea surgió luego de innumerables charlas de atardeceres y noches, entre Chiche Godoy, Tito Rodríguez, Ricky Martínez y yo. Los cuatro íbamos al secundario; Chiche y yo en 4to.año y Tito y Ricky en tercero.
En principio hablamos de la finalidad del grupo, Chiche estaba entusiasmado con el Taekwondo y lo practicaba, quería que fuésemos los cuatro, pero demostramos poco interés; para terminar en pequeñas fechorías de las que no nos haríamos cargo.
Las actividades debían realizarse por las noches para que no supieran que éramos nosotros los autores de los hechos. Los cuatro teníamos buena relación, más con Chiche, un pibe encarador y muy audaz. El problema era Tito, a quién le arrimabas un encendedor y el vago te armaba un incendio. Pusimos límites, nada de peleas, provocación y quedarse con cosas ajenas. El buchoneo además de alta traición, tenía como castigo la expulsión.
El barrio estaba compuesto por unas cincuenta viviendas de madera, muy amplias, con patios extensos y muros de no más de cincuenta centímetros. Realizamos una tarea de inteligencia y sabíamos que dos conscriptos, a los que denominaban Rondines, recorrían el barrio por las noches para brindar seguridad. Las colimbas deberían tener poco interés en desarrollar esa función, pero así es la ley del gallinero. Nosotros cuidamos que no nos observaran, esperamos su cruce y después a caminar la noche.
Tito propuso:
– ¡Hay tantas bicicletas en el barrio!
¡Para que vamos a caminar?
Bueno las sacamos de los patios, pero las regresamos a todas y cuidémoslas. El grupo conocía a todos los vecinos e incluso a sus animales domésticos, solo era necesario, que se fueran a dormir, para poder dar unas vueltas.
Tanto Martínez, como Rodríguez, tenían que estar en sus casas a las 22, nosotros poseíamos más libertad.
Tomábamos las bicis prestadas sin permiso, pero siempre las regresábamos, que no estuviesen en el mismo lugar no nos preocupaba, porque los vecinos solían realizarse cargadas de esconderlas o cambiarlas de lugar. En ese tiempo la gente se conocía y cruzaba por el patio de un vecino para ir a la casa de otro.
Más que un grupo de choque, el nuestro era un grupo de riesgo, porque si se enteraban nuestros parientes; nos esperaba una hermosa puteada, con el agregado de la prohibición de salidas.
Las devoluciones o comentarios de nuestras aventuras, las recibíamos en el micro del regimiento que nos trasladaba desde el barrio a la ciudad. Las chicas o chicos hijos de los dueños de las bicicletas opinaban:
– ¡Mi viejo se estuvo quejando, porque la bici de él no estaba en el lugar que lo había dejado!
Con la mejor cara de piedra respondíamos:
– ¡Enserio, quizás no se acordaba donde la dejo!
Una noche se nos ocurrió usar el triciclo de carga de la proveeduría del barrio. Tenía dos ruedas delanteras, una cajuela metálica cruzada con un hierro que hacía las veces de manubrio, y la rueda trasera.
El concesionario de la proveeduría era un gallego de apellido Sofía que usaba el transporte para reparto de las mercaderías. El local donde funcionaba el almacén lindaba con la pileta del barrio, donde entre otras chicas, las hijas del gallego hacían despliegue de belleza.
Ni Ricky, ni Tito pudieron participar de la aventura, y nos hicimos cargo Chiche y yo. Vamos hasta el playón trasero del cuartel y regresamos. La excursión no era un simple paseo. Uno manejaba a alta velocidad y el otro dentro de la caja, doblábamos en dos ruedas, frenábamos de golpe. Mucha adrenalina, el que estaba en la cajuela tenía que venir acostado y trabando su cuerpo con las piernas, porque el triciclo se podía tumbar.
A la ida hice de conductor, encaraba para el lado de la pared a gran velocidad y doblaba en dos ruedas antes del impacto. En el regreso, me tocó meterme en la cajuela y mi amigo conducía, cuando llegamos al barrio el vago entro en la curva de noventa grados a toda velocidad y no pudo doblar, se arrojo y el triciclo a la deriva terminó deteniéndose contra un árbol. Nuestro entrenamiento nos indicaba que por nada del mundo había que levantar la cabeza ante un accidente, había que bancarse el golpe haciendo fuerza con las piernas y mantener el cuerpo en el fondo de la caja.
Chiche se mataba de risa y a mi me toco la peor parte, por suerte sin mayores consecuencias físicas porque me banqué el choque en el fondo del triciclo, que fue el más perjudicado. La rueda delantera derecha quedo en forma de ocho. Al día siguiente Sofía “puteaba” contra los bandidos que agarraron el triciclo a la noche y lo hicieron pelota. Nosotros seguíamos con la cara de piedra.
Era común por entonces, utilizar la expresión “loco” para comunicarse. Una noche Chiche propone ingresar al cementerio de la ciudad de noche.
– ¡Ni empedo expreso Ricky, yo no voy!
Tito tenía miedo, pero no quería quedar como cagón:
– ¡Me anoto y allá veo si me animo!
– ¡No sean miedosos les decíamos, si en fondo del cementerio hay un barrio y la gente cruza por el medio!
– ¡De día, pero no de noche! ¡Agrego Ricky!
Hay que reconocer que el operativo era audaz y riesgoso por el temor reverenciado a los muertos. Al final decidimos ir los tres una noche de luna cuarto creciente.
Tomamos prestadas tres bicicletas, sin permiso como era de estilo, y enfilamos para la ciudad que estaba a unos cinco kilómetros. La zona donde estaba ubicado el cementerio era bastante oscura por lo que el temor y los nervios fueron creciendo.
El camposanto poseía cerca de la entrada, una estructura ubicada en el subsuelo donde se depositaban en nichos cajones con los difuntos. El olor de las velas encendidas por los familiares se sentía desde la entrada.
– ¡Entren ustedes, yo no me animo, los espero afuera! Tiró Tito.
Había pasado la medianoche y las sombras del resplandor de la luna nos creaban más incertidumbre.
Dejamos las bicicletas al cuidado de Tito e ingresamos en silencio, más por el julepe que por alguna estrategia.
– ¡Tenemos que llegar a la Cruz Mayor propongo!
– ¡Si en voz baja! -me respondió mi amigo.
Además del olor a vela derretida, se nos cruzaron por la mente, esos razonamientos populares de los aparecidos en los cementerios, de voces que se escuchan de noche, lo que nos generó un mayor nerviosismo.
Mientras íbamos camino a la Cruz Mayor, Chiche se para y me dice:
– ¿Viste esa sombra?
– ¡Si y se mueve! -Le respondo.
Nos quedamos tiesos, espalda con espalda, para defendernos de algo desconocido en un silencio total.
Luego de cinco minutos paralizados, el reflejo de la luna nos permite observar un ciprés mediano que estaba plantado en el medio del camino rodeado de ladrillos. Lo habremos visto siempre cuando íbamos de día, pero en esa noche, era como un “aparecido”.
Continuamos el camino hasta nuestro destino, nos persignamos y regresamos.
– ¿Por qué tardaron tanto? No interrogo Tito.
En el camino de regreso le explicamos los pormenores; al día siguiente lo charlamos con Ricky; y con el tiempo lo hicimos con chicas y chicos del barrio, que no nos creyeron para nada.
Después la vida nos llevó por caminos distintos, y los Cuatro Forajidos del Oeste, seguramente guardan en su memoria esas historias imborrables.
Ramón Claudio Chávez.
www.ideasdelnorte.com.ar
6 respuestas
Aventuras juveniles muy bien relatadas en donde, por un instante, con un dejo de melancolía, uno revive esos días de gracia.
Que lindos recuerdos puestos en palabras. Amistad, travesuras, suspenso y la melancolía de un tiempo que los separó, pero siempre viven en la memoria. Me encantó!
Hurto “de uso” que le dicen, no dice?
Anecdotas de jóvenes! Que épocas tan lindas.
Pensar que los jóvenes de ahora no salen del teléfono!
Que pena.
El escritor nos regala una melancólica reseña de aquellos años dorados, cuando la vida se nos presentaba llena de promesas y sorpresas. La inocencia y la capacidad de asombro la perdimos gradualmente, hoy solo nos queda por recordar con dulce añoranza la generosidad de aquella primavera.
Los paseos clandestinos como las historias; inolvidables amigos que seguro tienen en sus memorias los paseos en las bicis de los vecinos.