LA RABONA CON EL FLACO DIBERNARDO.


LA RABONA CON EL FLACO DIBERNARDO.
Estábamos en 4to.año del secundario.
En una mañana de octubre llego temprano al colegio, desciendo del bondi y había muy pocos compañeros del curso.
Al primero que me cruzo es al flaco Dibernardo y su estilo desgarbado. Sin ningún protocolo me saluda y dice:
– ¡Negro, vamos a hacernos la rata!
¿Por qué sino tenemos ninguna prueba?
– ¡De puro guapo nomás!
– Mañana le contamos al curso y le decimos: ¿“estudiaron giles”?
Era común por entonces las cargadas entre los denominados “tragas” y “la vagancia”, aunque después siempre había que pedir favores para completar las tareas.
Hacerse “la rata” era un riesgo doble, porque tenías la amonestación del colegio a tu disposición y el correspondiente correctivo en tu casa por faltar sin permiso.
En el colegio no existía ese espacio institucional llamado “Gabinete Psicopedagógico” de asesoramiento y orientación para que los alumnos resuelvan las dificultades de la vida académica, personal o laboral.
Era el correctivo y punto; además si faltabas al colegio, contrariamente a lo que ocurre ahora que dicen: – ¡Se cortó la luz y me quedé sin wifi!, La explicación debía ser coherente, porque eras un irresponsable que, en vez de venir al colegio para estudiar, venías para vagar.
El correctivo hogareño no consistía en una charla sobre buena educación, sino en “una hermosa puteada”, seguida de la pérdida de ciertos privilegios.
De puro canchero yo había dejado de llevar el portafolio con los libros y lo reemplacé por unas gomas de cámara de autos cruzadas en cuatro, atada a una larga que lógicamente hacía de elástico en la espalda.
La idea se me ocurrió luego de ver en la tele al humorista Carlos Scazziotta, interpretando un personaje con una perra de peluche y una cuerda, a la que levantaba en sus brazos y expresaba:
– ¡Salta Violeta!
– ¡Tenemos que ponerle adrenalina a la mañana!, dice el flaco.
Nos quitamos el uniforme y enfilamos para la costa del río, era el lugar indicado para que no nos descubrieran caminando por el centro.
El desafió de “hacerse la rata”, faltar a clase sin que los padres lo sepan era una experiencia, que pese al riesgo que implicaba era una prueba que cualquier estudiante poseía.
Caminamos distendidos hacía la costa, con la mirada atenta hacia las personas que nos cruzaban. No vaya ser que alguien conocido o del colegio nos pillara.
La generosidad de un pescador que tiraba el nylon de su liñada tratando de enganchar algún bagre o boga, nos ayudó para matar la mañana.
Nos facilitó dos mojarreros, masa y un pequeño balde para colocar los peces de nuestra pesca.
Había buen pique, el río estaba manso y con el flaco jugábamos a quien pescaba más.
Los libros y uniformes los ocultamos en un pequeño matorral mientras disfrutábamos de la mañana con trampa.
A las 10 el pescador había logrado lo que vino a buscar y nos dijo que se iba para su casa.
Le entregamos los anzuelos y arrojamos al agua las mojarras del balde para que el hombre pueda disponer de sus elementos de pesca.
– ¡Vamos a casa a escuchar música!, propuso el flaco.
– ¿Qué nos van a decir tus viejos que llegamos temprano del colegio?
– ¡El viejo está en el laburo y a mamá le digo que salimos antes porque falto la profesora de música! Fue lo que hicimos.
Dibernardo vivía en una casa antigua con un amplio patio al frente a unas 12 cuadras de donde estudiábamos.
La puerta de acceso era de chapa con vidrios rectangulares multicolores.
El colegio tenía por norma enviar las cinco amonestaciones a los domicilios de los que se hacían la rabona y eran descubiertos.
El encargado de tan ingrata tarea, era el portero a quién todos conocíamos por el apelativo de “Tino”.
Tino era un hombre delgado de cabellos canosos.
Sentimos que golpean las manos desde la vereda y observamos una figura muy similar a la del portero.
– ¡Perdimos, nos descubrieron, alguien nos vio cuando íbamos o regresábamos del río!
Había que enfrentar la situación, en un estado de nerviosismo mi amigo abre la puerta, y para nuestra tranquilidad no era Tino, era otra persona que estaba buscando la casa de un vecino.
– ¡Zafamos, tenemos que brindar!
Dibernardo ya tenía 18 años y trajo una botella de whiski Johnnie Walker, que seguramente sería de su padre.
– ¡Tomemos con moderación, no voy a llegar a casa con olor a alcohol!
Brindamos por el éxito de la rabona y cerca del horario de conclusión de las clases, emprendí el regreso.
Era una experiencia nueva para mí, el flaco era un especialista en los faltazos.
Llegué excitado por lo riesgoso de la rabona, con un poco de culpa, conté la verdad en casa.
Usando las palabras de Edgardo Villalba Viccini debo confesar que:
– ¡No me fue ni bien ni mal!
– ¡Todo lo contrario!
Ramón Claudio Chávez.
www.ideasdelnorte.com.ar
A quien no transporta en el tiempo esas experiencias antiguas pero frescas en la memoria muy bueno Claudio 👍
En lo que se refiere a recuerdos. No tengo memorias de aver faltado alguna vez a la escuela por algún motivo ,salvo si estuviera enfermo o algo así. Aparte gosava de estar siempre presente cuando llegaba mi bella maestra .que para mi en aquellos tiempos era la mujer más hermosa del mundo…
Ágil narrativa en dónde se luce el autor rescatando pequeñas historias de un pasado melancólico que ya no volverá…
Detenta frescura y color con diálogos ágiles que enmarcan el cuasi drama de los protagonistas.
Que tiempos aquellos! Gracias por el recuerdo Claudio!
En lo personal, jamás me hice la rabona – por temor a la vergüenza, si me pescaban- algunos de mis compañeros si. Siempre los admire, lo suyo era un alegato a favor de la libertad y en contra de la rutina. Entonces, ” el sistema” nos parecía un agobio, por supuesto; no sabíamos lo que venía despues
Recuerdo de haberme hecho la Rabona en 5to año en Andalgala, sin saber bien que hacia, sabian que era cuestion de cofradia. Lo alarmante para esos años…que la Lider era nuestra compañera Aidee.