Imagen Ilustrativa.

DOS RECITALES.

“María Laura” tenía 17 años cuando el “Grupo Safari” tocó en el Anfiteatro de Posadas, en 1971. Ella se había puesto un vestido rosa con flores chiquitas que su madre le había cosido y unas sandalias nuevas que le apretaban un poco.

Fue con sus amigas del colegio “Santa María”, todas con el pelo recién lavado y perfumadas con colonia de violetas. Entre risas nerviosas llegaron caminando y la música ya se filtraba desde lejos. Era la primera vez que salía de noche sola, no conocía Buenos Aires, ni los grandes escenarios ni los viajes largos.

Cuando el grupo subió al escenario, el murmullo se transformó en gritos. Una mezcla de sorpresa, alegría y libertad le latía en el pecho. No entendía bien que era eso de “ser fan”, ni pensó en autógrafos o fotos, pero guardó ese momento como un secreto.

Cuando la banda empezó con “Estoy hecho un demonio” y la frase de “Movete chiquita, movete”; María Laura creía que el cantante le cantaba a ella, cerro los ojos y soñó un poco.

La emoción de ver el grupo en vivo la trasladó a un pasaje irreal, propia de su juventud y ese deseo escondido de ser mayor.

El anfiteatro explotaba, la gente reía, bailaba, gritaba y aplaudía.

Al final volvió caminando a la casa con la voz ronca y el corazón lleno de música, convencida que el mundo era más grande de lo que imaginaba.

Cincuenta y cuatro años después, su nieta “Micaela” de 18 años, hacía la valija con otra ilusión, ver a “Shakira” en Medellín.

Su pasaje estaba en el celular, el hotel reservado por una app y el itinerario sincronizado con el reloj inteligente.

Su abuela la miraba desde el sillón, con una mezcla de orgullo y ternura:
_” ¡Tené cuidado mi amor. Mandame un mensajito cuando llegues!”. Agregó.

Micaela sonrió, sin saber que María Laura le había dicho esas mismas palabras a su madre muchos años antes.

Llegó a Medellín un día antes del concierto; recorrió la ciudad en el metro, observó las obras de Botero y escuchó las historias de Pablo Escobar.

El estadio en Medellín era una ciudad dentro de otra.

Luces, pantallas gigantes, drones filmando al público, pulseras luminosas que cambiaban de color al ritmo de la música.

Micaela estaba excitada, transmitía en vivo, reía, cantaba, saltaba y bailaba.

Cuando la “barranquillera” salió al escenario gigante, todo el estadio se volvió un grito de emoción.

Micaela se encontró con argentinos, ecuatorianos, mejicanos y americanos que sentían la misma alegría que ella. Ser testigos de un momento mágico lejos de casa.

Subió al escenario “Carlos Vives”, cantaron “La gota fría”, “La bicicleta”, mientras el público también entonaba esas canciones.

Por un instante pudo sustraerse de tanta magia…, sintió la misma vibración que había sentido su abuela en el anfiteatro…, aunque no lo supiera, esa chispa era de asombro que no pertenece a una época, sino al alma.

Al volver, Micaela le mostró a su abuela los videos del recital.
María Laura los miró con curiosidad y una sonrisa suave.

– “¡Nosotros no teníamos nada de eso, pero sentíamos lo mismo!”. Dijo.

Se quedó callada un momento…, pensando…, como cambiaron las cosas…, se acercó a la ventana, miró lejos y agregó:
– “¡Cambian las luces, los viajes, los intérpretes, las canciones…, pero lo que uno siente cuando algo te hace vibrar por dentro…, eso no cambia jamás!”.

Y en ese momento, dos mundos…, uno con focos amarillos y vestido de flores…, otro con drones y pantallas gigantes se tocaron por un instante.

La música…, al final…, había sido el puente entre ambos…

Ramón Claudio Chávez.
www.ideasdelnorte.com.ar

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