TREINTA Y CINCO PRIMAVERAS.

TREINTA Y CINCO PRIMAVERAS.
La gente vive a las apuradas afirmaba Víctor Albornoz en la mesa de café, los jóvenes no quieren casarse y muchas chicas no quieren tener hijos. Le contestó el silencio de miradas que no buscaban respuestas.
Alma Contreras estaba a punto de cumplir treinta y cinco años, había aprendido a vivir ligera, como aquella que viaja con una sola valija y sabe que lo esencial cabe en un rincón de tela. Se había vuelto dueña de un secreto que la gente del pueblo nunca comprendió, el suyo no era un rechazo al amor, sino al encierro que a veces la acompañaba.
Esa morena, de ojos profundos y risa breve, no quería que la identifiquen con estereotipos del “feminismo”, aunque algunos conceptos compartían; no soñaba con vestidos blancos, ni con cunas meciéndose en una habitación pintada de azul. Soñaba con pasajes de avión, con mapas marcados con tinta, abrazos breves que ardían como fogatas y que se apagaban antes de volverse costumbre.
Alma decía que no había nacido para ajustarse a la agenda del marido, no se sentía preparada, o no quería, vivir para llevar los niños al colegio. Disfrutada los tiempos sin tiempo de los aeropuertos y de las noches eternas.
A menuda, cuando regresaba del algún viaje, la gente le preguntaba:
– “¿Y no te cansas de andar sola?”.
Ella sonreía. Sabía que la pregunta no era por curiosidad, sino por miedo; miedo a imaginarse sin la rutina de una familia, sin una mano fija a la que aferrarse. Alma, en cambio, encontraba en esa aparente soledad una libertad incandescente.
Escuchaba en su casa cuales fueron los viajes de sus padres, los temores a los destinos desconocidos, a ese antes a decir “que no”, a “veamos que hay”. Sus caminos la llevaron a Paris donde amo con la intensidad de una tormenta; en Cusco compartió silencios que eran eternos, en Río bailó en la playa descalza con gente que no conocía, pero como ella, estaban embriagados por la música. Aun así, no perdía la ternura.
Cada historia la transformaba, los rostros se desvanecían, pero siempre quedaba el perfume, el eco de una risa, la caricia fugaz que parecía no extinguirse.
Una vez coincidió, en el aeropuerto de Lima, con alguien que como ella viajaba a Maracaibo, él le ofreció compañía y ella le contestó:
-“¡ Siempre que esa compañía, no altere, ni modifique mi agenda de este viaje!”.
Amaba ir a bares desconocidos, a mezclarse con la gente en el subte, a incursionar en paseos nocturnos por calles angostas que fuesen parte de la historia del lugar.
No negaba los amores; los celebraba. Había amado en hoteles, en playas desiertas, en cafés donde nadie sabía quién era. Nunca cerraba la puerta con llave, porque no había puertas que cerrar.
Un día mientras caminaba por la rambla en Montevideo al atardecer, el viento le trajo una certeza, no era el mundo que le pertenecía; sino ella la que se pertenecía a sí misma. No quería ser ejemplo ni rebeldía. Simplemente era, una mujer que elegía andar sin ataduras, que viajaba mientras otros rezan, otros esperan un tiempo mejor.
Trataba de no regresar a los lugares conocidos, a excepción de aquellos que la fascinaron, en cada ciudad nueva encontraba una parte de si, apreciaba los colores auténticos de la gente y su identidad.
Sus amigos del secundario, casi todos, habían armado su familia, tenían hijos pequeños, se sorprendían con Alma por algo que admiraban y también criticaban, ella decía:
– “¡Los quiero igual!”.
Al regresar de los viajes, recordaba anécdotas, enseñanzas y no perdía su costado romántico, pensaba que quizás, en algún puerto futuro, alguien se quedaría más tiempo. Mientras tanto, ella seguía latiendo con la certeza de que amar, aunque fugaz, siempre había valido la pena.
Así, al cumplir treinta y cinco años, no quería celebrar con una fiesta, eligió de nuevo la ruta en un billete a una ciudad desconocida, una mochila y una sonrisa amplia.
– “¡La vida es un viaje, susurró para sí misma… y no pienso quedarme en la estación!
Ramón Claudio Chávez.
Casi una utopía, algo inalcanzable, se llama libertad.
Hay oleada de jóvenes de treinta que se aproximan bastante al estilo de vida de Alma. Cero compromiso y mucha libertad. Sus proyectos de vida – si los tienen- se excluyen de los mandatos sociales. Todo un tema para la antropología, algunas consecuencias ya se vislumbran.
Que linda forma de relatar una manera de vivir. A veces estar con alguien al lado no es sinónimo de compañía, también hay soledad acompañada y compañía en soledad.
Tengo algunos puntos en común con Alma, la mujer de tu relato. Tal vez por eso comprendo perfectamente esa forma de vivir la vida.
Preciosas tus palabras de hoy! Abrazo enorme!
Una breve historia exquisitamente contada. Gracias por ello, doc.
La especie peligra con especímenes como éste y en la biblia dice” Creced y multiplicaos”, y no ” Creced y viajaos libres, sin culpa”.
Hoy los hijos traen nietos a cuidar por los abuelos: son perros y gatos.
Como soy librepensador, asumo que debe ser bueno.
Este relato tan actual y bien patente en una sociedad que muchos no la estamos entendiendo. Son esterotipos a los cuales no los comparto. Ahora eso no debe llamarnos la atencion y tampoco nos debe hacer una estigmatacion del que decida vivir de esa manera. Mucho pasa por ese adentro que nadie conoce y que el “portador” reconoce como sus limites y muestra la cascara viviente. Por eso cuando te dicen:..!! Sos raro!!…bueno talves hay que contestar, …!!!No, soy distinto!!!